Fotograma de «Barton Fink» (Hermanos Cohen, 1991)

“¡Hijo de puta arrogante! ¡¿Crees que eres el único escritor que puede darme esa sensación de Barton Fink?! Tengo veinte escritores bajo contrato a los que les puedo pedir algo tipo Fink.

¡Hipócrita cabeza hueca! No lo entiendes, ¿verdad? Sigues pensando que el mundo entero gira alrededor de lo que sea que suene dentro de tu pequeña cabeza de judío. Sácalo de mi vista, Lou. Asegúrate de que se quede en la ciudad: aún tiene contrato. Te quiero en la ciudad, Fink, fuera de mi vista. Ahora piérdete. Hay una guerra”.

Así despachaba el coronel Lipnik al escritor tras un artículo de este sobre lucha libre en la película también llamada “Barton Fink” de los hermanos Cohen. He querido comenzar con esta escena porque retrata a la perfección la parte que suelen obviar los críticos a ultranza de las inteligencias artificiales, y es que, como siempre que irrumpe una tecnología tan novedosa como incontrolable —que lo es—, la primera tendencia de muchos es proyectar todos sus demonios internos contra ella sin parar a pensar que en sus algoritmos no hay más que una condensación parcial de lo que muchos de nosotros somos o hemos sido.

Keith Schofield «Galaxy of Flesh». Imagen generada por AI mezclando imaginería de Stanley Kubrick y David Cronenberg. Fuente: https://twitter.com/keithscho/status/1637844890251063306

El argumento principal de los detractores de esta tecnología es que los programadores de las AI’s han metido en las bases de datos de aprendizaje una gran cantidad de obras de otros artistas sujetas a derechos de autor y, por tanto, susceptibles de ser reclamadas por estos, ya sea por un caso de plagio o por lo que suele ser siempre: “una reinterpretación”. Del mismo modo reivindican una legislación menos laxa a la hora de permitir a estas inteligencias “copiar” sus estilos por el evidente daño que este hecho podría hacer a cualquiera de estos artistas, siempre susceptibles de ser contratados por la editorial de turno —o cualquier otra empresa— y también siempre susceptibles de ser desechados e intercambiadas sus obras por las del algoritmo en cuestión. Es una preocupación razonable, porque nadie quiere quedarse sin trabajo y el hecho de que el “usurpador” sea un robot redobla la sensación tan frustrante en un artista de pensar que su alma —que es la que compone todo y de la que carece una AI— ha sido desechada por un pensamiento lógico.

Dicho esto, y condicionado por mis años de experiencia como ilustrador y diseñador gráfico, me gustaría señalar lo que hasta el momento no se está señalando, y es que todos esos problemas no solo existían ya antes de la primera AI autónoma, sino que fueron los verdaderos causantes de la devaluación del trabajo del artista, en muchos casos con su —nuestra— complicidad. Los que ya tenemos algún año estamos comprobando cómo esta historia no es más que una repetición de las anteriores, pasada por un bonito y cromado tamiz de beep-beeps. A lo largo de mi carrera he trabajado con agencias de publicidad que en el noventa por cierto de los casos me pedían sin pudor alguno que “copiara” el estilo de tal o cual artista para su campaña de turno. Esta petición tenía dos finalidades: conseguir un resultado estético similar al de tal creador y ahorrar dinero, porque yo sería infinitamente más barato. Como joven y convenientemente pobre creativo recién salido de la facultad, accedía y lo llevaba a cabo. La agencia me pasaba un porfolio del artista y yo me dedicaba a estudiar cada trazo, cada intención en el uso del color, en fin, a tratar de plagiarle lo mejor posible. Este hecho era una realidad cotidiana en el mundo de las agencias y de las editoriales en los 90 y los 2000. Todo ello, además, aderezado con un precio que siempre venía impuesto por ellos y que, por su puesto, aparte de bajo, era difícilmente negociable.

Keith Schofield «Galaxy of Flesh». Imagen generada por AI mezclando imaginería de Stanley Kubrick y David Cronenberg. Fuente: https://twitter.com/keithscho/status/1637844890251063306

El paso del tiempo y también la irrupción de una ética inherente a quienes nos ocupamos de cultivarla lo mejor posible, me hizo ver el error del que estaba participando y decidí dejar de hacerlo porque no estaba bien. Porque socavaba mi propia visión como artista y porque robaba la visión de otro. Por desgracia, pocos más siguieron esta revisión interna y el mundo continuó construyéndose en torno a unos pocos artistas originales y una auténtica legión de creativos “clonadores”. En todo este tiempo he visto muy pocas veces —para ser sinceros, ninguna— un debate encendido al respecto de este hecho. No he visto a artistas indignarse con fruición y señalar a otros por quebrantar sus sacrosantos derechos de autor y cometer plagio. Quizás —y esto es lo más probable— porque hay muy pocos artistas tan buenos como para ser plagiados constantemente y estos con seguridad le den poca importancia al asunto porque tienen su cuota completa y porque saben que su arte —y su tarifa— les pueden permitir la asunción de que a veces van a ser copiados. Incluso sus egos lo acaban agradeciendo. Creedme, que te copien a mansalva es el mejor indicador de que se han acabado tus penurias.

Por otro lado está el asunto económico. El enorme problema que ha provocado la precariedad del artista desde que nos dimos de bruces con la primera crisis en 2007 ha sido que, en no pocas ocasiones y por necesidad, este tuvo que bajar su tarifa —en muchos casos hasta niveles indecentes— para poder conseguir ser contratado. Más adelante, una nueva evolución de los acontecimientos hasta le restó la posibilidad de tarifar, porque muchas agencias y editoriales ya negociaban con una tarifa impuesta, igual o más indecente aún y, por supuesto, inamovible.
“Necesitamos una ilustración y ofrecemos esto”. Esta frase es el tantra habitual de muchos empleadores, algo que dilapida de una vez por todas cualquier atisbo de dignidad laboral que pudiera quedar en el sector. Y si se despeja de la ecuación el “esto” —es decir, lo que pagan—, a los que no conocéis las tarifas que ofrecen una buena parte de las agencias y de las editoriales se os saltarían las lágrimas como a un personaje de anime. Alucinaríais si conocierais cuantos ilustradores acaban trabajando por menos de 5€ la hora.
¿Por qué el debate ha girado muchas menos veces en torno a estos hechos, pero sí de una manera tan virulenta contra las AI’s? De algún modo pienso que su condición post-humana ha provocado que se disparen todas las alarmas. Al fin y al cabo, antes, si le quitaban el trabajo a uno, se tenía la certeza de que lo hacía otra persona. Es el mercado, amigo, pero queda en familia, incluso si esa otra persona recurría a las mismas tácticas de sabotaje y plagio a las que a veces recurre una AI. Por lo tanto, si el problema es que en adelante se verá a una cantidad ingente de editoriales y agencias utilizar las AI’s para evitar pagar a un artista, la preocupación es notable, pero no olvidemos que al artista, hasta antes de ayer, cuando era contratado, en muchísimos casos se le pagaba una verdadera miseria y, además, se le obligaba a plagiar el estilo de otro.

Francis Bacon. Reinterpretación del original de Velázquez «Retrato de Inocencio X»

Equipo Crónica. «El intruso», 1969 «Serie Guernica». Acrílico sobre lienzo.

Este artículo no estaría completo sin analizar con un poco de calma lo exclusivamente artístico del asunto. Hace algunos meses, con motivo de una entrevista que me hizo Mónica Zas para eldiario.es y que podéis leer aquí, hablábamos de apropiacionismo y de los límites del arte. Yo defiendo con fervor este movimiento, tan candente en el pop de los años 70 y sucesivas décadas, con referentes titánicos en nuestro país como Manolo Valdés, Fernando Bellver, el mismo Equipo Crónica, o en el extranjero, como Francis Bacon. Os animo a buscarlos en internet para que, si no los conocéis, veáis de lo que hablo. Todos ellos participaron de un movimiento que “robaba” imagenes de otros artistas y las resignificaba y, aunque siempre hubo una cierta polémica al respecto, a ningún académico serio se le pasó por la cabeza cancelarlos o no recordarlos como los grandes artistas que son y han sido. Sin embargo, los críticos de las AI’s nos recuerdan una y otra vez que las reinterpretaciones de los algoritmos no aportan nada nuevo más allá de un pastiche falto de esa “intención” tan humana y tan importante en el artista.

Carteles pintados a mano en los cines Gran Vía a principios de los años 70. Fuente: https://twitter.com/Madtourmisterio/status/1532297415298015238

Si, sin embargo el asunto es de índole artística y hemos llegado a la conclusión de que las AI’s no pueden ponerse a la vanguardia y crear un movimiento nuevo ¿cuál es entonces el problema? No olvidemos nunca que sigue siendo una herramienta y que el resultado dependerá de la habilidad de quien esté detrás. Tampoco olvidemos que un ilustrador hoy depende en una medida tan catedralicia de la tecnología que solo unos pocos elegidos podrían seguir desempeñando su labor solo con lápiz y papel. ¿Por qué no se han generado debates alrededor del uso de los software de ilustración? Al fin y al cabo, no creo que exista ilustrador que no haya tirado de pinceles preestablecidos, gamas de color prediseñadas y un sinfín de trabajos pre-hechos por otro. Por otro lado hay una industria tan grande alrededor de la pintura y el dibujo tradicionales que solo puedo poner por aquí algunos ejemplos de muchas profesiones que vieron reducidos notablemente —cuando no aniquilados— sus ingresos por este hecho; ¿por qué nadie se compadeció del sector de los pinceles y de los lápices cuando salió la tableta digital? ¿Por qué nadie salió en furibunda defensa de los artesanos que fabricaban lienzos cuando llegó el software de pintura por ordenador y las impresiones en alta calidad? ¿Por qué nadie salió en defensa de los artesanos que pintaban los carteles de cine a mano cuando estos fueron sustituidos por diseñadores gráficos? ¿Por qué nadie se compadeció de Phil Tippett y otros millares de artistas de efectos especiales prácticos cuando llegó la irrupción del 3D? Quizás porque, por aquel entonces, fuimos nosotros los beneficiarios de la tecnología. Y lo digo como diseñador que aprendió la profesión en Bellas Artes pintando y dibujando como en el Renacimiento y que se tuvo que fabricar sus pinceles y sus pinturas.

Mi amigo Juan Delcán, director creativo e insigne grafista del mítico videojuego “La abadía del crimen” ha dirigido un documental con Henry Kissinger donde precisamente se hace hincapié en tal tecnología como complemento y no como fin. Merece la pena echarle un vistazo:

Hablemos por otro lado, de las influencias. Conozco muy bien al artista y a sus métodos creativos y ninguno —repito, absolutamente ninguno— de nosotros hubiéramos aprendido sin copiar con descaro a nuestros referentes como ejercicio para terminar construyendo una voz propia. Incluso en etapas adultas y bien desarrolladas del artista emergen otros creadores que lo influencian y lo encaminan en otra dirección. Esto no solo es bueno, sino que es necesario para que la rueda del arte siga girando de una manera sana e innovadora. Os conmino a cada uno de vosotros a hacer introspección: ¿cuánto creéis que hay en vosotros de otros artistas? Cuando la respuesta sea “mucho” —porque sería la única respuesta honesta— preguntaos ¿en qué medida? ¿Alguien se percatará en vuestro tan personal estilo de esta o aquella influencia? En la gran mayoría de los casos, creedme, la gente lo notará. Y eso no es malo, pero nunca olvidéis que vuestra personalidad creadora solo se ha podido desenvolver andando sobre hombros de gigantes.

No tengáis miedo de la AI, porque la AI es un reflejo hiper-pulido de lo que, en esencia, somos nosotros. Las malas artes, la corrupción, la precariedad y la jeta de cemento armado ya existían antes. No quitéis ojo, sin embargo, a aquellos que las controlan. Precisamente por eso, quizás la idea más inteligente y pragmática debería ser aprender a controlarlas nosotros mismos. No nos haría mal.